martes, 14 de febrero de 2006

El Proceso de Kafka y la argentinidad (III)

Ni todos los fuegos

Pensar El Proceso, entonces, como novela interminable. No basta con lo que dice ni con cómo lo dice, ni siquiera con lo que no dice. El elemento fundamental está dado por cómo no lo dice: Kafka no lo dice muriéndose. (Algunos encontrarán en este hecho parangón con el Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández.) Como si cumpliera una voluntad superior, Kafka escribe una novela como si escribiera los pedazos de una novela, admite que no está terminada, pide a su mejor amigo que queme los originales cuando él muera, se muere. Como si fuera (¿no lo fue?) una secuencia premeditada. Por supuesto, la historia conocida por todos: Brod no los quema sino que los publica. Justifica su decisión de publicarlos con, entre otras cosas, una anécdota. En 1921 Kafka le dijo:

—Mi testamento será muy simple. Te ruego que lo quemes todo.
—Si piensas seriamente que será capaz de hacerlo, te digo desde ahora que no lo haré —dice Brod que le respondió.

“Estando convencido de lo serio de mi respuesta —anota Brod después— Franz debería haber elegido otro ejecutor de su última voluntad, si sus propias decisiones hubieran sido irrevocables”. E informa también que el propio Kafka se encargó, antes de morir, de destruir él mismo muchos de sus textos.

¿Y si Max Brod hubiese destruido todos los papeles de Kafka? Quizás ahora Brod arda entre las llamas del Infierno de los Malos Amigos. En todo caso, si es así, debe de estar acompañado por su buen amigo Franz, culpable de ponerlo ante una disyuntiva tan terrible.

¿Cuántos volúmenes de la borgeana Biblioteca de Babel contienen, o son ellos mismos, capítulos pendientes de El Proceso?

Borges conjetura que el hecho de que Kafka no haya querido publicar sus novelas es una prueba de que lo había cansado “lo que hay de mecánico” en ellas. Por ejemplo, en El Proceso, que desde el principio sepamos que el hombre será condenado por esos jueces inexplicables.

Lo que nos queda son las novelas de Kafka y los kafkianos caminos que debieron seguir para que el mundo las conociera: primero, a través de la traición de su amigo, y luego salvados providencialmente de las llamas de los regímenes de Hitler y de Stalin. ¿Cómo no sorprendernos de que, desde nuestro recóndito lugar del mapa, tengamos que leer El Proceso a la luz de un gobierno que se hizo llamar de ese modo y fue tan criminalmente parecido —y tan amante del fuego incendiario de libros— como el nazismo y el stalinismo?

Muchos años antes, un escritor ciego (tal vez el mejor lector que Kafka haya tenido), desde este mismo recóndito sitio, había escrito: “Creo que Kafka sintió ante todo la perplejidad, sintió que vivimos en un mundo inexplicable”.-

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