La semana que viene, doña Aurelia iba a cumplir 88 años: había nacido unos días después de la Revolución Rusa. Nunca se casó ni tuvo hijos. Vivía sola, en la casa de al lado de la mía. En los últimos tiempos, compartía los 31 de diciembre con nosotros. Cobraba la jubilación mínima. En cada cumpleaños de mi mamá, de mi papá, de mi hermano y mío (y sé que de algunos otros vecinos también) su regalo era el mismo: un billete de 10 pesos.
Una mañana de la semana pasada, se descompuso. Unos días después perdió el conocimiento, y ya no lo recuperó. Su estado se transformó en irreversible.
Una vecina que la conoce desde hace por lo menos 30 años dijo entonces, indignada:
-Yo le decía que ella tenía que arreglar esto antes, ahora andá a saber qué pasa.
"Esto" era qué iba a pasar con su casa: si se la iba a dejar en herencia a alguien en particular, si le iba a quedar su sobrina Norma, que fue su apoderada en los últimos tiempos, etc.
-¿Qué va a pasar con la casa? -preguntó un vecino que pasaba, quien se manda la parte con el inverosímil cuento de que él fundó el barrio-. Porque yo tengo un par de compradores...
Doña Aurelia aún respiraba en la cama de la clínica, pero no podía manyar que a su lao se probaban la ropa que iba a dejar. Bah, "a su lao" es una forma de decir. Porque por la clínica no asomaban.
-Esperemos que no se muera hasta que Norma le pueda cobrar la jubilación de este mes -dijo la vecina que la conocía desde hace por lo menos 30 años.
Doña Aurelia murió ayer.
Ahora van a aparecer y multiplicarse los cuervos de siempre, y se van a sacar los ojos entre ellos.
Mi vieja, que le hacía los mandados a doña Aurelia y compartía las tardes con ella, la va a extrañar mucho. No le importa quién se quede con la casa ni con los poquitos bienes que tenía. No le interesa. Que se maten los otros. Ella sabe que su amiga le dio todo lo que tenía para darle. Y mi viejo y mi hermano y yo también lo sabemos. Cada vez que cumplíamos años, doña Aurelia nos daba 10 pesos.
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