
Lamentablemente, la película -de Andrés Di Tella, que estuvo presente el martes- es malísima. Es un documental que arranca como si Di Tella se creyera Michael Moore, reclamando un exceso de protagonismo que no le cuadra, porque no tiene carisma, no resulta gracioso ni atractivo para el espectador. Hay largas escenas totalmente prescindibles (una conversación telefónica del todo intrascendente al costado de la ruta con alguien que uno no sabe quién es, hasta que Di Tella se despide y le dice "mi amor"; la llegada a los pueblos, algún otro diálogo) y, como contrapartida, escasean las explicaciones: se muestran imágenes y se menciona casi a la pasada la zanja de Alsina, ese fastuoso delirio imaginado en 1876 por el entonces ministro de Defensa de la Nación. Pasan por la pantalla valiosos documentos, como la correspondencia del cacique Calfucurá, que son manoseados impiadosamente por el director, sin ningún cuidado.
En la segunda parte de la película el director, que antes parecía afanoso en tener protagonismo, se pierde. Ya casi no se lo ve. Hay una escena tan larga como tediosa e incomprensible de un rito que realizan los actuales descendientes de los ranqueles, en tomas nocturnas que apenas se adivinan; cargan a unos perros en la caja de una camioneta y no se entiende por qué...
Y así la película se va, termina. Por fin, tiene uno la sensación. Una película puede ser muy aburrida pero estar bien. También puede ser mala pero no tan aburrida. Cuando un documental es muy pero muy malo, como este, aburre mucho aún a los más interesados en el tema, y los deja con un poco de rabia, pensando en lo bueno que se pudo hacer y en lo malo que se hizo.
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