miércoles, 6 de mayo de 2009

Dios

[Fragmento de un texto mío de ficción, inspirado -obviamente- en la más deliciosa realidad.]

Dios existe. No sé dónde vive, pero atiende en Ave María 44, en el barrio de Lavapiés. La primera vez que lo visité, nadie me advirtió de lo trascendental que resultaría para mí aquel encuentro. Hay gente incluso que no vive como una experiencia mística el paso por su pequeño local. Pobres de ellos.

Sobre la puerta el cartel anuncia: “Café Melo’s Bar”, la primera y la última palabra en letras blancas, la del medio en verde, sobre fondo negro. El lugar siempre está repleto. A reventar. Ingresar implica el reto de, primero, hacerse un hueco a fuerza de maniobras, fintas y codazos; después, resistir. La Tierra Prometida, que uno puede ver pero no alcanzar, es el salón del fondo, donde hay cuatro o cinco mesas que siempre están ocupadas y para sentarse en las cuales siempre hay gente esperando. Dicen algunos que, ciertos días de entre semana, el bar no está abarrotado e incluso no es tan complicado acceder a uno de estos espacios, pero yo dudo. No me consta, al menos. Así que prefiero no soñar con tales quimeras. Me conformo con lograr un espacio vital cerca del mostrador y defender luego cada centímetro como los rusos en Stalingrado.

Si el Dios de Israel alimentó a su pueblo durante cuarenta años con maná, el de Lavapiés otorga apenas mayor variedad: zapatillas, croquetas y vino. (Sí, hay otras cosas, hay empanadillas, pimientos, morcilla… pero eso también se consigue en otras partes; su carácter divino adquiere plenitud con aquellas delicias.) Para casi todo el mundo la estrella de la casa es la zapatilla: un sánguche enorme relleno de lacón y queso fundido. Cuando digo enorme quiero decir enorme: veinticinco centímetros de largo por diez de alto y diez de ancho, dos mil quinientos centímetros cúbicos de espacio del mundo ocupados por una única y genial pieza. Los principiantes se piden una zapatilla para dos, creyendo que se trata de un bocadillo parecido a cualquiera de los que ponen en cualquier otra parte. Enseguida aprenden que las zapatillas no son para cualquiera.

Para mí, en cambio, lo mejor de Melo’s no son las zapatillas sino las croquetas. No hay con qué darles: las croquetas de Melo’s son la mayor delicia que España puede brindar. Enormes, con un rebozado preciso y un relleno que hace equilibrio entre los estados sólido y líquido, constituyen piezas de relojería gastronómica que no se degustan ni se saborean: se gozan.

La liturgia se complementa con vino blanco Ribeiro, traído desde Galicia y servido en unos pequeños cazos.

Nadie paga en el momento en que retira la comida, pero nadie se va sin pagar. A cada rato alguien se arrima y le pregunta al camarero qué le debe. Éste disimula: “¿Qué tenías?”, pregunta, aunque en realidad lo sabe, no necesita consultar anotaciones, lo recuerda, no duda. El cliente informa: una zapatilla, una de croquetas, media de pimientos, un Ribeiro. Tantos euros, dice el camarero. El cliente paga y se va. Así de simple. No es una confianza sobrada en la buena fe de los consumidores, sino la certeza de que no atinarán a cometer el pecado de irse sin haber abonado el correspondiente tributo.

Dios es empleado en el mostrador, da para recibir. Él: Ramón, alto, cabello ralo y entrecano, memoria elefantiásica: recuerda todos los pedidos y los satisface en indudable orden cronológico, aunque solicitud y entrega estén separados por largos minutos (lo que no es habitual, pero a veces ocurre). Ella: Encarni, y su trabajo abnegado y silencioso es digno de un Premio Nobel. No sé en qué categoría. En todo caso, habría que inventar el Premio Nobel al Trabajo Abnegado y Silencioso sólo para dárselo a ella. Hay quien afirma que su mejor secreto es cómo hace para cerrar esas empanadillas tan cargadas de carne, única actividad para la que se gira y da la espalda a la concurrencia; todo lo demás —amasar las croquetas, fundir el queso, calentar el lacón, freír los pimientos— lo hace de cara a la maravillada clientela.

Se estarán preguntando cuál de los dos es la divinidad, si Ramón o Encarni. Yo primero lo señalé a él, que es la cara visible del lugar, el que interactúa con su pueblo, el que recibe las peticiones y las complace; siempre hablábamos de “el Gallego de Lavapiés”. Tiempo después Helga me hizo ver que, en todo caso, la Diosa sería ella, de cuyas manos surgen aquellos prodigios; tal vez por eso no le conocemos la voz: no puede rebajarse a entablar conversación con nosotros, simples mortales, y necesita la mediación de un pitoniso. De entre todas las posibilidades, a mí me gusta pensar que se trata de un Dios bifronte, un solo ser que está al otro lado del mostrador y se compone de dos cuerpos, cada cual adaptado a necesidades diferentes. Dos y uno, como una pareja de fósforos que encienden una sola y misma llama.

4 comentarios:

Verónica dijo...

Esta vez Dios se portó tan bien con nosotros, fue tan generoso, que nos cedió un espacio de reposo en el que disfrutar más tranquilamente de su copioso manjar. ¿Que qué me llevaría a una isla desierta? Una zapatilla de queso fundido, sin ningún lugar a dudas.
De todas maneras, que nadie crea que porque ese día la oficina de Dios daba más aire que en otras ocasiones, la travesía está exenta de obstáculos. No, señor. Presencié con mis propios ojos un enfrentamiento digno de Guerra Fría ante la barra y, más aún, ante los ojos del pitoniso que observaba divertido la escena (si la hubiera podido grabar, se las reproduciría porque es imperdible). Imagínense que en el medio de la conocida escena bíblica, Jesús estuviera con un pan en una mano y un pez en la otra. Imagínense ahora a un hombre y una mujer frente a él, debatiendo: ¿cuántos le pedimos que multiplique? ¿un millón serán muchos? ¿500 mil panes y 500 mil peces? ¿250 mil panes y 500 mil peces, y así ponemos dos peces por pan y no engordamos tanto? Y Jesús mirando, sin impaciencia alguna, porque en realidad sabe que al final tendrá que ofrecer dos millones de milagros. Una mirada tras otra, y esas palabras que dicen: "como vos quieras", son acompañadas de una mirada que dice: "ya que estamos frente a la elaboración de un milagro, aprovechemos... que no sobrarán ni panes ni peces". Jesús entrega finalmente, con suma eficacia, los dos millones de milagros. En la mesa no queda ni un pescado ni un pan. Sí queda una noche de grandes charlas, pequeñas confesiones (de curiosas manías), divertidas anécdotas, y un precioso recuerdo. Presenciar milagros en compañía de Cristian y Mónica es, sin duda, una experiencia religiosa (que además, se combina con aperitivos de experiencias revolucionarias, porque en Lavapiés Dios y la revolución parecen no ser rivales).

Gracias por la dedicatoria.

Un beso grande.

Cristian Vázquez dijo...

Vero, gracias a vos por el comentario. Esta clase de lecturas enaltecen el blog. Un beso!

Francisco Martínez dijo...

Cristian, qué bien que escribís, el texto es brillante, sos un Hdp.... Es la 1 de la mañana y no resisto rajar para Lavapiés, ¿estará abierto a esta hora?

Cristian Vázquez dijo...

Gracias, Pancho. Me alegro de que te guste. :)

Cierra a eso de la 1, sobre todo entre semana, si es finde tal vez aguantan hasta un rato más tarde. Una noche de estas vamos y lo experimentás.