sábado, 26 de agosto de 2006

Caballerosidad en los colectivos

Un hombre sube al . Están todos los asientos ocupados y unas cuantas personas van paradas, entre ellas yo. Pero luego se van liberando algunos asientos. Se levanta alguien que está cerca y el hombre que acaba de subir le ofrece sentarse a una mujer que está un poco más allá. La mujer apenas alcanza a asentir cuando entre ella y el hombre pasa un sujeto de unos 45 años, barba, en apariencia físicamente sano, y ocupa el lugar que había quedado libre. La mujer se queda entonces en su lugar, resignada. El hombre que ha subido recién le dice al sujeto que ocupó el lugar:

-Se iba a sentar la señora.

El sujeto lo mira de costado y dice:

-Yo no vi que se iba a sentar nadie.

El que quedó de pie se sorprende y le reitera:

-Pero se iba a sentar la señora.

El sujeto se queda callado. Mira para otro lado. Parece nervioso, molesto. Vuelve a mirar al hombre de pie porque se da cuenta de que no le ha quitado la mirada de encima. Y repite, con su rara sintaxis:

-Yo no vi que se iba a sentar nadie.

Yo sonrío, sorprendido, casi incrédulo ante lo que presencio. Es raro que todavía pueda sorprenderme ante esa clase de actitudes, cuando suelo viajar en trenes a los que los hombres trepan como suben a un árbol los simios que huyen de una fiera, y en los que luego uno puede ver todos (literalmente, todos) los asientos ocupados por varones, y las mujeres todas de pie en los pasillos. Ahora, en el colectivo, sonrío indignado.

Pero lo más curioso fue la mirada del sujeto. Inquieto, como asustado, como un niño que sabe que ha actuado mal y teme que le pidan explicaciones, porque no las tiene.

Por supuesto, cada vez tengo menos esperanza en la humanidad. Permítaseme citar a Borges: "El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender". Ayer.

1 comentario:

Octavio Echevarría dijo...

El tema, en su simplicidad, es tan interesante, que pruébese echarlo a rodar en cualquier reunión y todos opinarán con sincero entusiasmo. A mí la caballerosidad per se no me interesa, me parece una convención a replantear en tiempos en que hombres y mujeres son sensiblemente distintos a tres décadas atrás. Es, en el fondo, una costumbre. Bella, tal vez; romántica, siempre. Recuerdo una breve historia en que dos hombres charlan en una casa. El propietario reta severamente a su empleada: “¡Podría ser menos idiota, por favor!”. El otro hombre le pregunta por qué agrega “por favor”. “Pura costumbre” contesta el primero.
Pero el desvergonzado hombre que nos refiere Cristian, más que poco caballeroso, es tremendamente irrespetuoso, no ya con la mujer, sino con su prójimo en general. Tengo mucho para decir, pero elegiré una hipótesis: creo que el zoon politikon es bastante cortés en tiempos de paz. Pero puesto en situación de competencia con otros, comienza a mostrar sus garras. Esa costra fronteriza entre el hombre y lo social se resquebraja y el “hyde” surge victorioso. En tiempos extremadamente vertiginosos donde enviamos un mensaje por el celular y esperamos la inmediata respuesta, donde le ganamos horas al sueño para realizar el cúmulo de actividades que la vida moderna (¿o posmo?) nos exige. Y digo que le ganamos horas al sueño porque la programación nocturna de TV es un indicador de este cambio de costumbres. En una sociedad donde todo es rápido y light, el viaje en colectivo o en auto o en tren, tiene una importancia emocional que antes no tenía. Se transforma en foco de ansiedad porque es un tiempo robado a la libertad. “Nos están chupando la vida” gritó alguna vez Homero Simpson cuando esperaba que Flanders terminara su trabajo de caridad. Esa sensación de que ese tiempo es parte del trabajo y, por ende, continuador del proceso de alienación, suscita la competencia, ergo, el otro es un rival. Unos lo pueden superar por medio de la cortesía internalizada por su educación, otros tomarán conciencia de esta pugna absurda y decidirán a pesar de su incomodidad o de sentirse incomprendidos, tenderle un puente de amor al otro.
Sé, Caballero, que no siempre estamos de acuerdo en esto. Que usted pide un poco de cortesía y yo, indómito, digo que la cortesía no me sirve. No prefiero el cortés al desvergonzado, mucho menos lo contrario. Me gusta el hombre libre que, sin culpas ni cortesías, simplemente ama.