martes, 17 de marzo de 2009

Incluso su olor es distinto

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Hace unos pocos días leí Fahrenheit 451, el clásico de Ray Bradbury que narra una historia situada en una sociedad futura en la cual está prohibido leer libros (más aún: tener libros) y la tarea de los bomberos es quemarlos.

El mismo día en que leí las páginas finales de la novela, estuve en la presentación de un libro, en una librería madrileña. Tras la velada, el autor del libro, los dos escritores que lo presentaron, gente de la editorial en cuestión y algunas personas más nos fuimos a tomar algo a un bar cercano. Era una mesa de lo más latinoamericana: un ecuatoriano, un colombiano, un peruano, una boliviana, una mexicana, ¡tres argentinos! (uno de Rosario, uno de Comodoro Rivadavia y yo, de Florencio Varela) y un español que vivió 4 años y medio en Buenos Aires y a quien el acento se le pegó tanto que los españoles lo confunden con un argentino y no le creen que sea uno de los suyos.

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Lo que me motiva a escribir este post es algo que me enteré durante esa charla. Algo que quizá, pensándolo ahora, es casi fácil de deducir. Pero sigue resultándome difícil de creer. El asunto es el siguiente:

¿Qué hacen las editoriales con los remanentes de libros que no se venden y que no van a parar a las mesas de saldos? Los destruyen. Así de claro, así de duro. ¿Por qué no van a parar a mesas de saldos? Porque hay ciertas editoriales que consideran que su marca se desprestigia si sus ejemplares aparecen en oferta, como en un puesto de feria. Es una lógica parecida a aquella por la cual las grandes marcas de moda se sienten perjudicadas por las copias truchas: no porque la gente que siempre eligió esa marca vaya a dejar de comprar el producto original para comprar la copia en el chino, sino porque cualquier perejil que va al chino puede lucir la marca (aunque sea apócrifa, la luce), y eso la desprestigia. ¿Por qué no los donan a organizaciones, centros culturales, países pobres, etc.? Supongo que por algo parecido...

Al cumplirse el primer año de la publicación, el autor recibe una carta de la editorial en la que ésta le informa el número de ejemplares vendidos de su obra. El segundo año, igual. El tercero, lo mismo, pero se le avisa que la empresa procederá a destruir casi todo el remanente. No todo, para no perder los derechos sobre la obra (que sigan siendo suyos hasta que la edición no se agote).

Hace años leí este artículo de Beatriz Sarlo. Esta pensadora se queja de que los libros, salvo que sean best sellers, muy promocionados por los suplementos culturales o clásicos, se pierden cada vez más rápida y masivamente. Pone como ejemplo una novela de Sergio Chejfec. Allí dice que es una lógica que rige en general el mercado editorial en todo el mundo y que había llegado no tanto tiempo atrás a la Argentina.

Que las editoriales destruyan libros me genera la misma sensación que cuando los productores de alimentos los tiran a la basura para evitar la caída de los precios. Es una verdadera tragedia.

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Escribió Bradbury en Fahrenheit 451 (publicada en 1953):

«Aquel pequeño movimiento, el calor blanco y rojo, un fuego extraño porque para él significaba algo distinto. No estaba quemando. ¡Estaba calentando! Montag vio muchas manos alargadas hacia su calor, manos sin brazos, ocultos en la oscuridad. Sobre las manos, rostros inmóviles que parecían oscilar con el variable resplandor de las llamas. Montag no había supuesto que el fuego pudiese tener aquel aspecto. Jamás se le había ocurrido que podía dar lo mismo que quitaba. Incluso su olor era distinto.»

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué ganas de darte un abrazo.
Qué bueno leerte.
Sergio San Juan

Aviones desplumados dijo...

Desde luego coincide usted con gente rara en esas presentaciones de libros de autores ecuatorianos... Por cierto, que hay una expresión tremenda para el asunto de la destrucción de los libros: "hacerlos pulpa" o algo así. La primera vez que la escuché, me pareció terrible. Convertir un libro en pulpa... Suena peor incluso a que te lo haga mierda un crítico.

En fin, qué terrible lo de los libros: ni siquiera los donan a bibliotecas escolares o de pueblos perdidos; como con los excedentes de leche o de fruta prefieren eliminarlos de la faz de la tierra sin que a nadie le sirvan de provecho.

Tanto hablar de beneficio, coste, precio y blablablá, y resulta que lo que caracteriza al capitalismo es el desperdicio. Una pena.

Un abrazo, compañero.

PD: No estuvo mal la cazuelita de papas, huevos y morcilla, ¿no?