domingo, 3 de febrero de 2008

Seguridad en los trenes

1

Domingo. Decido ir a visitar a amigos que viven en Bosques. Como el viaje es muy incómodo para hacerlo por medios públicos de transporte (si voy en tren tengo 20 minutos de caminata hasta la estación, una espera que puede ser de hasta 40 minutos, 10 minutos de viaje en tren y luego otros 20 minutos de caminata; en colectivo, más o menos lo mismo, aunque con algo menos de espera y algo más de viaje), decidí ir en bicicleta. Cuando iba llegando se me pinchó la rueda trasera, por lo cual llegué caminando con la bici al lado. El problema era, entonces, la vuelta.

Lo más práctico era hacer el regreso con la bici a mi lado y la ayuda del tren. Entonces caminé 20 minutos por unas calles increíblemente polvorientas y luego me dispuse a esperar en la estación a que llegara el tren que me arrimara hasta Varela. Eran las siete y media de la tarde, y el sol todavía no se había puesto por detrás de las casas y los árboles.

Bosques es una zona muy pobre. La miseria se nota a simple vista, y en muchos casos es extrema. Que la delincuencia surja de entre tanta marginalidad es lo más normal del mundo. A pesar de eso, yo, acostumbrado a pasear por estos barrios en los que vivo desde siempre, decido sacar la camarita y hacer unas fotos para pasar el rato. Saco cuatro fotos: una secuencia de la llegada de una formación. Después me quedo ahí parado, con la espalda apoyada en una pared.

Minutos después se me arriman dos tipos vestidos con uniformes de seguridad.


-¿Para qué son las fotos que sacaste? -me dice uno.

Antes de salir de mi sorpresa por la pregunta, balbuceo que para nada, para mí.

-Está prohibido sacar fotos en la estación -me dice, debo reconocerlo, no sin cierta cordialidad.

-Ah, no sabía. ¿Y por qué?

-Y... porque están las boletarías... y hay plata...

-Bueno -le digo, y me quedo pensando en que, teniendo en cuenta que nadie saca boletos los domingos a la tarde, si saqueáramos las boleterías de Bosques creo que no nos alcanzaría ni para un pancho y una coca.

Pequeñas malas experiencias me enseñaron que en situaciones de este tipo a veces conviene pasar por boludo y aceptar ciertos atropellos. Un par de minutos después se me acerca otro tipo, sin uniforme pero con un walkie talkie (o handy o como demonios se llame) en la mano, seguido de los dos uniformados de antes.

-Escuchame, flaquito, acá no se pueden sacar fotos -me dice.

-Sí, ya me dijeron -digo, otra vez, claro, sorprendido.

-Sí, sí, está prohibido, no se pueden sacar fotos ni para particulares ni para ninguna empresa.

-Está bien.

Y se fueron otra vez.



2


Llega el tren. Subo mi bicicleta al furgón, ubicado en el último vagón. Me quedo allí, cerca de la puerta que comunica ese recinto con la parte común del vagón, donde están los azules asientos de chapa. El olor a porro es fuertísimo. Lo van fumando allí mismo: un morocho gordo con los ojos perdidos y una botella de cerveza Quilmes, una chica sentada en el piso y varios otros. El porro, precisamente, es tema de conversación.

De pronto, no alcanzo a descubrir por qué, el gordo amenaza con tirar la bicicleta de alguien por la puerta. La agarra, la saca por la puerta y la mantiene en vilo, mientras profiere amenazas. No me termina de quedar claro si lo hace en serio o es un chiste.

El tren llega a la estación Zeballos y un mal presentimiento me hace salir con la bici hacia el pasillo, entre los asientos azules, para, en la estación siguiente, Varela, no salir por la puerta del furgón sino por la primera de pasajeros. Cuando el tren va a mitad de camino entre Zeballos y Varela, se escuchan los ruidos de pelea. El gordo contra otro. ¿El dueño de la bici que casi es lanzada por la puerta? No lo sé. El gordo se saca la remera y se envuelve con ella la mano derecha, como un gaucho con su poncho en un duelo criollo. Gritos. Los que no queremos tener nada que ver con la pelea salimos hacia el otro lado. El vagón va lleno de niños. Mi bicicleta estorba. Una mujer me insulta por haber puesto mi vehículo allí. Un niño queda encerrado entre la bici y un asiento; enseguida lo dejo salir. No dejan de escucharse los gritos. Lo normal sería que en el furgón, además de personas y bicicletas y cerveza y porros, haya, al menos, un arma blanca.

El tren llega a la estación Varela. Bajo, sano y salvo. Camino por el andén hacia la salida, alejándome de la zona de conflicto. El guarda, en uno de los vagones de adelante, le muestra al maquinista la bandera roja que le indica que no reanude la marcha. Luego espía hacia atrás, hacia donde está el furgón.

-En el fondo hay quilombo -le digo.

-Sí, sí -me dice-, ya les avisaron a los policías.

Salgo de la estación. Un hombre que camina a mi lado y yo vemos que un policía se acerca. Tiene algo en la mano; no distingo si es una macana o un revólver.

-Ahora se los van a llegar a la comisaría y los van a cagar a palos -me dice el tipo que camina junto a mí-. A estos que hacen quilombo en el tren ya los tienen fichado, los meten adentro y sabés cómo les dan goma...


3


Estas son las amenazantes fotos que tanta preocupación y desconfianza generaron en las autoridades, encargadas de hacer respetar la ley y el orden y de garantizar la seguridad de los usuarios del servicio público de transporte.






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